Veracruz.- Las mujeres del pueblo de San Miguel Aguasuelos, enclavado en la montaña del oriental estado mexicano de Veracruz, amasan la tierra para crear figuras, vasijas de barro y nacimientos navideños en una tradición de más de 400 años.
Desde las entrañas de Naolinco, un frío municipio rodeado por bosques, montañas y acantilados, generaciones de mujeres transforman la tierra con un don, que dicen, Dios les otorgó para convertir el polvo en algo hermoso.
Adentrarse a esta comunidad, donde habitan las artistas empíricas, es ingresar a un mundo donde cada casa es un microcosmos de imaginación, dedicación y amor, con una evolución constante.
Las bisabuelas y abuelas amasaban el barro para crear tinajas, cántaros y floreros desde 1666, según las leyendas, luego las manos más jóvenes lo transformaron en verdaderas obras de arte.
En estas tierras, por donde el español Hernán Cortés viajaba rumbo a la Gran Tenochtitlan, se rinde tributo a los ángeles, pero también a las catrinas (un símbolo de la otra vida), tortugas y nacimientos cristianos con sus tres Reyes Magos, la Virgen, José, pastores, borregos, bueyes, mulas, gallitos y, por supuesto, el niño Dios.
EL DON DE DIOS
En una diminuta mesa de madera colocada en la entrada principal de su colorida vivienda, Rocío González Linares mueve y aplasta, de un lado a otro, una masa color café, con sus dedos le da forma y raspa poco a poco hasta ver nacer un buey.
“Es algo muy bonito que uno hace”, afirma a Efe la mujer de 49 años y se sorprende de cómo Dios “nos da esa inteligencia, esa sabiduría de cómo moldear las figuras, porque no todas las personas tienen ese don”.
Figurillas de un nacimiento de 25 centímetros de alto, aún sin ser enviadas al horno, le miran desde la cornisa de la ventana mientras rememora que aprendió a amasar el barro viendo a su madre y a su abuela, aunque -junto con muchas más- dio un salto artesanal.
“Antiguamente solo hacían tinajas, cántaros, floreros y nosotros fuimos sacando ideas nuevas de figuras y empezamos a hacer figuras diferentes (…) la verdad nunca pensé que pudiera hacerlas”, asegura con una tenue sonrisa.
Por las diminutas calles de Aguasuelos, en cada fachada de las casas, aparecen pequeñas iglesias, casas, reproducciones de animales, ángeles, catrinas, cruces, tinajas, alcancías, alhajeros y campanitas.
Ahí, Rocío amasa una y otra vez la bola de barro y entonces siente un relajamiento en su cuerpo, alma y mente, visualiza la estatuilla que hará y sus manos transforman la imaginación en algo tangible.
En los traspatios, hornos rústicos de ladrillo se cuece el barro durante seis horas bajo el fuego de la leña del lugar; pero también hay hornos más especializados para las piezas de mayor calado, esas que requieren hasta doce horas bajo el calor.
“Nosotros estamos orgullosas de que somos artesanas de nuestro pueblo y la verdad es muy famosa nuestra artesanía y gracias a la gente y gracias a la gente que le gusta y valora nuestro trabajo”, suelta sin dejar de darle forma al buey.
HORNO DE GENERACIONES
Cada cierto tiempo, un peón de la comunidad viaja hasta el pueblo de Tecuan para trasladar piedras de barro a Aguasuelos, donde tres generaciones -la abuela Teodora de 77 años, su hija Carmen y su nieta Yazmin de 27- amalgaman la vida con sus creaciones.
Los secretos y técnicas pasaron entre ellas en las mesas de la cocina o del comedor, donde pasan horas creando: la piedra de lodo se seca al sol, luego se muele en molino, se cierne y se amasa durante horas, se crean las figuras y se meten a hornos artesanales durante seis o doce horas, dependiente el tamaño de la obra.
“Las mujeres de Aguasuelos lo tomamos como tipo terapia, porque es relajante. Te sientas a tratar de elaborar algo y surge de momento la imaginación para poder darle ese toque a cada pieza”, dice Yazmin.
Sigue siendo la aprendiz de esas charlas en la casa o en los patios al lado de los hornos, elabora en tamaños pequeños nacimientos, cruces, porta llaveros y catrinas, porque las más grandes solo su madre y la abuela, las de mayor experiencia.
“Es el gusto, no a todas las personas se les da el Don de hacerlo y a nosotros que se nos dio el Don de poder elaborar es bastante bonito”, afirma. Sus manos y mente saben la textura y la suavidad exacta que debe tener la masa para sus piezas únicas.
Y con sus arrugas bien puestas por sus 77 años, la abuela Teodora sonríe cuando asegura que aprendió de los mayores por simple necesidad de sobrevivir, pero luego -dice- porque le gustó hacerlo.
“Acá es lo único que sabemos hacer”, agrega como si fuera cosa menor. Se pone contenta cuando del horno salen las piezas perfectas, pero entristece cuando se quiebran.
“Hay veces que se quiebra… se siente feo”, asegura, pero nunca se detiene y sigue dándole vida a ese polvo.
EFE